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Residencia: La ruta  ancestral de la memoria del agua Los Alamos, Biobío - 2019 Residente: Daniela Andrea Pizarro Torres
Publicado: 29 de enero de 2020
En bicicleta a Caramavida

Leemos nuestra cartografía; estamos atentos a los nombres y a los ríos que la propia comunidad nos entregó. Para seguir los relatos subjetivos hay que transitar, moverse por los espacios contados, el cuerpo del otro ha de ir hacia las palabras.

Uno de los nombres aún no visitados era Caramavida. Con el arribo, vital, de la bicicleta de nuestra compañera de residencia, fuimos a pie y pedaleando a este lugar, con atención, como antes, al entorno, a las personas que encontramos en el camino y los ríos las aguas que lo cruzan; los brazos de Caramavida, río principal.

La llegada de la bicicleta responde a una intuición; la posible convocatoria para hacer nuestra cicletada abierta a la comunidad. Habíamos visto a varias personas y jóvenes movilizarse en bicicleta; pero la bicicleta de nuestra compañera atrajo a otras, lo cual genera emoción. Nuestra práctica estética comenzaba nuevamente: acercarse, saludar, conversar recíprocamente entre ambos. Nos encontramos con jóvenes y familias que usaban sus bicicletas como medio de transporte, pero por la carretera, porque los caminos laterales dañan a sus bicis por la falta de mantenimiento, están en descuido, pinchando las ruedas. En vez de decir “vamos a…”, preguntamos “¿les gustaría acompañarnos a hacer un recorrido en bicicleta como parte de un proyecto?”, recorrido que haríamos para visibilizar las rutas buscando el río Caramavida. Ante la propuesta varios respondieron positivamente y otros, con franqueza, dijeron que no. Esto es importante; aquí no se responde “no” por querer transmitir negatividad o rechazo, hay veracidad de por medio dado que el trato es amable; el “sí”, es un interés genuino, lo que nos ayuda a conformar el trazo de voces de la comunidad y este nuevo territorio, sin perder de vista esta imagen, la bicicleta, que cada día cruza nuestro camino. Ir en bicicleta es distinto que ir en automóvil; la perspectiva  cambia: recibe el viento, se adentra al sonido de los pájaros, la relación con el paisaje se transforma.

Al poco caminar/pedalear nos encontramos con un pequeño negocio de madera que vendía empandas y sopaipillas. Sin saber cuánto nos faltaba por llegar al río, nos detuvimos y aprovechamos de conversar con las cocineras, una madre y su hija. “¿Cómo les ha ido con el negocio?” preguntamos, ella nos dice que muy bien, dado que varias personas se detienen en el lugar… “hay incremento en turismo” dice la hija. Le preguntamos a la madre cómo percibía el territorio de Caramavida y nos señala que a pesar del turismo, “todo ha cambiado”… y que uno de los pocos lugares que se mantiene intacto es su casa, en una altura que no logramos descifrar (pero a la cual quedamos cordialmente invitados)… “en mi casa nada cambia, por eso nadie me podrá sacar de ese lugar”. Esta frase, que no ha de ser novedosa para las personas quienes nos leen, nos hace pensar en aquellos que han resistido a las movilizaciones forzadas y lo que implica “estar arraigado al origen”. En esas alturas, quizás, permanecería el nombre que da lugar a esta zona “Caramavida”, “Monte grande” en español.

Tras las empanadas, las gracias, preguntar si podíamos dejar algún nuevo afiche de llamado a la comunidad y la rama de maqui que permitieron arrancáramos, retomamos nuestro camino, con algunas de sus indicaciones.

En el puente Caramavida, que es el que viene a continuación del puente Huenteli, pasado de la planta que suministra de agua potable a Antihuala, encontramos a un hombre mirando el río, nos dijo, entre muchas palabras, que ya nada solía ser como antes, los ríos de tan bajo caudal, como si recordase la altura entre el puente y el agua. “Observar el agua es observar la violencia”, nos señala levantando la mirada. Él fue quien nos dijo una palabra que entraría a nuestro glosario “aljibe”. El hombre queda ahí mientras nosotros seguimos nuestro camino.

Llegamos finalmente al camping de la señora Lydia donde la entrada (con estadía si hubiésemos querido) costaba dos mil pesos. Nosotros queríamos ver el río. Entramos y a poco andar dimos, en esta ocasión, con el Pichicaramavida, que también es un brazo que corre desde el río principal. Pichi significa pequeño, por eso las palabras Pichintun (un poquito) y Pichikeche (niña/niño). Pensamos en el contraste de este río con la Laguna de Antihuala. Ambas aguas con una belleza particular, la Laguna de Antihula, que hoy es un sitio a defender, son aguas escondidas, que recibe a más aves que turistas (este año, según nos cuentan, han regresado los cisnes), pero donde poca gente entra porque sus aguas son turbias (por ser también de suelo fangoso) y la cantidad de basura que hay a su alrededor, lo cual ha generado que muchos colegios conformen campañas de recolección y cuidado al medioambiente.

El brazo de Caramavida es diferente. Podemos ver con los pies en el agua sus piedras y el fondo del río. Sin embargo es un río bajo. Incluso la zona de “adultos” puede fácilmente ser nadada, con cautela, por un niño, aunque sea difícil, ´si, nadar contra la corriente. Entendemos lo que nos han dicho en el camino; la lenta desaparición de este caudal que implica agua potable y economía para Los Álamos.

Sentados al costado de esta rivera, aparecen dos adolescentes escuchando música. Las saludamos y emerge nuestra usual conversación… introducción, de dónde somos, qué hacemos en lugar. Dado la presencia de la bicicleta articulamos las ideas con ellas; dicen que sería muy interesante la cicletada, porque la comunidad efectivamente participa de ellas; generosamente nos entregan datos de organizaciones de Los Álamos que se dedican más hacia el área deportiva y de competencia, pero que organizan también actividades similares contando con apoyos institucionales y que estarían contentos de ayudar.

Pronto llegó el padre de las adolescentes con rostro de preocupación… quiénes estaban conversando con sus hijas. También nos presentamos, aunque no fue tan sencillo captar su atención. No fue hasta que mencionamos el nombre “Pilpico” que sus ojos cambiaron. “Soy pilpilcano de corazón”. Nos preguntó inmediatamente si íbamos a ir a la celebración del 8 de febrero a lo cual dijimos que sí y de todas las personas que nos habían invitado; su rostro se conmovió. Él trabajaba (dentro de otros oficios) estampando poleras y tazones de Pilpilco. Como Erwin, hijo de Marta Durán, nos cuenta de las muchas instalaciones con las que contaba el pueblo, todas las que quedaron atrás y las que se fueron convirtiendo en ruinas, como la piscina, nos relata. Interesante pensar que cuando le mostramos nuestro mapa que hicimos en la casa de la señora Durán, él no estuvo de acuerdo, por lo que intuimos que una buena manera de llegar el 8 de febrero es con nuestra cartografía para que la gente la pueda completar, compartir nuevas perspectivas, volver a dibujar sobre ella.

Luego nos dice “la muerte llega al pueblo cuando el pueblo se va de la memoria”; por eso es tan importante la celebración del 8 de febrero y que habitantes de distintas edades hablen sobre él… pensamos que en este gesto no solo hay un acto de comunicación, es también una manera de encontrarse para recordar que son ellos quienes deben mantener a este pueblo vivo. Le contamos los libros que hemos sacado de la biblioteca sobre Pilpico. Los conoce todos, cada título, cada escritor, cada documental; “me pueden preguntar lo que ustedes quieran”, dice antes de despedirnos.

Dado que febrero es un mes lleno de actividades, logramos, tras todas las conversaciones esporádicas, crear un calendario que se irá desplegando en la bitácora más adelante. Coordinar fechas es también trazar rutas. Nos pusimos de pie y retornamos a Antihuala, otra vez, caminando, pedaleando; esta vez más en silencio, pensando cada uno, seguramente en los encuentros del camino.

 

 

 

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