No podemos comparar el clima que nos informan de Santiago con el de Los Álamos. Las ráfagas de viento calan, ahuyentado el calor. Hacen más de 20 grados aquí, pero sentimos estar bajo una sombra que ha proliferado en intensidad a causa del frío que produce la brisa.
Llegamos temprano a la oficina de Guadalupe Guzmán para imprimir nuestro primer afiche a partir del bordado realizado los días anteriores. El bordado original queda en la Biblioteca Mariano Campos. Con la imagen se empieza a construir el afiche: “La ruta ancestral de la memoria del agua; primera reunión el jueves 23 de enero a las 14:00 en la biblioteca municipal”. Estamos conscientes, hay un atisbo de nervio, que esta reunión es un eje central de elaboración de trabajo pero que no podemos asegurar cuántas personas llegarán a nuestro encuentro. Aunque sea redundante en nuestra escritura, no hay arte comunitario sin comunidad; de lo contrario, el artista que llena esa vacío vuelve de esta práctica una mera ficción.
Volvemos a la Biblioteca a buscar más lecturas sobre la agrupación de escritores de Los Álamos, donde nos abren las puertas a pesar de estar en época de inventario. Encontramos un libro, una antología llamada Alzando el vuelo del grupo “Sol naciente”, publicado el año 2005. En él nos encontramos con poemas de la propia Guadalupe, del área municipal, quien escribe, hace ya quince años, palabras que hoy rastreamos al interior de nuestra presencia y la búsqueda hacia el exterior de nuestro proyecto; en unos versos, el poema “Llamado” dice: “que la tierra y el silencio / cedan al estruendo de voz clara / canto humano / ceremonia del viento / plasmado en tronco y raíces / de un mismo árbol”.
Luego, tras almorzar en el restaurante Kümeu illaf; con los más de 20 afiches a color que imprimimos en la Municipalidad, comenzamos una práctica de regreso, volver a encontrarse con los rostros familiares de nuestras caminatas anteriores para entregar los afiches y solicitar su difusión. Fueron recibidos, pensamos, por nuestro caminar, hablar, escuchar, establecer un diálogo que concretara nuestra presencia en Los Álamos con un material tangible. Su acogida da señas de que hemos logrado establecer una comunicación, a pesar de los resultados de nuestra jornada.
Uno de nuestros compañeros buscó por varios días un barbero que afeite con navaja. Preguntamos en varios locales y había recuerdos del oficio, pero poca claridad si alguien lo ejercía aún en esta zona, pues sabían dónde estaban las peluquerías, no así una barbería. Otras personas nos señalaban que el barbero se había marchado. No fue hasta conversar con un chofer de colectivo que dimos con el lugar, el cual estaba bastante cerca del centro.
No es de extrañar, la barbería es azul. La clientela es amplia dado que al parecer, es cierto que los barberos han ido despareciendo de Los Álamos. No así Nicolás, quien lleva ejerciendo el oficio desde hace más de dos años. Y Nicolás tiene 20. Después de estudiar dos años, decide quedarse en Los Álamos y comprarse sus equipos con sus ahorros, “máquina por máquina”, dice. Su bisabuelo también era barbero. De él quedan algunas herencias, algunas a la vista, otras escondidas en una habitación. La más notoria; la silla de su bisabuelo de fines del siglo XIX. Otra reliquia, un pequeño frasco teñido por el siglo: ¿qué es?, pregunta. Hay que observarlo, pero su forma de salero antiguo da la pista. “¿El guarda-talco?”, entre sonrisas; asiente… sonrisa entre el acierto y que, seguramente, ese no es su nombre.
Primero es una máquina de vapor para abrir los poros y dar permiso a la navaja; luego la crema, por último el filo deslizándose por la piel. Mira con detención, como si la piel fuese otro territorio ajeno por dónde cruzar; su propia Residencia. En sus pausas, logramos preguntarle si era de Los Álamos, dijo que sí, aunque estudiaba en Concepción, pero que su deseo era estar en la comuna. Le preguntamos también cómo percibía la vida cultural en el territorio, a lo cual responde que, si bien hay hartas actividades locales como celebraciones, faltan actividades más fijas, concretas, diferentes. Hay una sensación de algo efímero, y quizás él se opone a esa intermitencia con rescatar la memoria de su bisabuelo, ejerciendo su oficio, usando algunos de sus propios elementos.
Tras la barba; el bigote, lo cual requiere de la máquina de vapor una vez más. Lo hace lentamente, porque es la zona más complicada, dice, y en su mirada se percibe concentración. La navaja cae con cautela. Tras el enjuague, el anacrónico aroma del aftershave, versión cremosa, conversamos sobre nuestro proyecto, ante lo cual responde que es una experiencia distinta y nos recomienda, como lo han hecho otras personas jóvenes, el uso de redes sociales. Intercambiamos afiches; nosotros tenemos la de su barbería, él la de nuestra convocatoria.
Más adelante hablaremos de lo que ocurrió hoy, sábado 18, día en que cerramos por el momento nuestra bitácora. Contar, por ejemplo, nuestro encuentro con Julia Toloza y su madre de 98 años, ambas residentes de Antihuala, a quienes visitamos hoy. La postal que dejamos son nuevos fragmentos en nuestra ruta; Chacay, oro, junto a una cocina a leña de la cual la señora Julia saca una gran bandeja, a las cinco de la tarde, de chuletas de cerdo y longanizas hechas en casa.
No hace falta decir que develar el alimento es ser aceptado en la casa. No es ser tratado como alguien de paso, pues comer y conversar requieren tiempo; tiempo que transcurre ante la comida. Es entender maneras de diálogo; acercarse. Hay quienes podrían pensar que este largo camino por calles pequeñas, estas comidas, relaciones, no ingresan al registro del arte, de lo contemporáneo, del trabajo en comunidad. Debemos disentir. Así como la Lawentuchefe nos enseñó el permiso de las aguas —enseñanza que queda grabada en esta ruta— el trabajo en nuestra curvilínea es entrar en un contacto íntimo desde la escucha con el otro, sin dejarlo atrás, porque esa conversación es la que nos entrega los primeros conocimientos del territorio y lo que éste rescata, valora, rechaza, silencia, olvida o trata aún de olvidar.
la ruta