“Yo escribo sobre mis rodillas y la mesa escritorio nunca me sirvió de nada […] Creo no haber escrito jamás un verso en cuarto cerrado ni en cuarto cuya ventana diese un horrible muro de casa; siempre me afirmo en un pedazo de cielo […]” escribe Gabriela Mistral en “Cómo escribo”; palabras que nos hacen pensar en la señora Olga Garrido, quien nos contó en la reunión de poesía a la que fuimos invitados anteriormente que “siempre escribió escondida, para hablar con los pájaros, las plantas, la naturaleza a su alrededor”. Por sus palabras, que quedaron estampadas, fuimos en su búsqueda… teníamos el nombre de la calle, pero nos tomó varios “¿conoce…?” y “¿dónde vive…?” para hallar su casa. Damos con ella y con una sonrisa nos recibe para conversar sobre esta relación que hemos descubierto entre la escritura y Los Álamos.
Olga Garrido tiene más de 70 y, al igual que la señora Cecilia, lleva más de 20 años viviendo en la zona. Su historia está llena de territorios. Nacida en Llico, llega desde muy pequeña con sus padres a El Rosal. Su bisabuelo era Lafkenche de esa zona. Sus abuelos fueron camperos, trabajadores de una de las tantas familias europeas que a principios del siglo pasado tomaron extensas áreas de Los Álamos y las regiones que colindan con ella.
“Mi abuelo”, nos cuenta, “cuidaba a los animales holandeses, toros con mucho pelaje, que trajeron en barco”. Fue en ese campo donde los padres se conocieron y deciden escapar a otro predio en carreta, en las entonces alturas de Lebu. Ambos empezaron a sembrar cereales y hacer quesos. La leche la guardaban en cántaras de greda regaladas por una familia Mapuche que vivía a kilómetros del predio, pero que eran sus vecinos más cercanos. Luego, los dueños del lugar vendieron el campo y el padre partió a trabajar a la mina La Victoria. “Mi mamita tomó todas nuestras cosas y partimos en un botecito por el río Lebu hasta la costa”.
Es extensa la historia familiar de la señora Olga antes de llegar a Los Álamos en los años 90, en especial en torno a sus traslados y la relación de su padre con las minas, la madre y el campo, los Mapuche de Purén, “pueblo que no le teme a la muerte porque en ellos vive la fuerza para pelear por lo que les pertenece”, nos dice. “Ellos aman la tierra, aman las plantas, el agua… por ejemplo, antes de tomar agua, hay que bendecirla”, nos dice, al tiempo en que repercuten las palabras de la Lawentuchefe Elba Puen y el rito que nos enseñó, “por eso escribo, por esa crianza”, termina con emoción en su ojos. “Eso fue lo que me enseñó mi madre, por la relación de cariño que se creó con el pueblo Mapuche; y aunque ella fuese evangélica, siempre hubo respeto”.
La señora Olga también es evangélica, pero nos dice que a su propia manera… cree que todas las personas han sido creadas por el mismo Dios y que han de ser recibidas sin importar sus diferencias. Cree en el espíritu, cree en la sanación a través del espíritu y las oportunidades, los cruces azarosos, que entrega el Dios en que ella cree. “Creo en la sanación, la viví, con un curandero Mapuche que era parte de nuestra iglesia”. Entre sus palabras también aparece que su manera de creer es contrapuesta a la medicina occidental, porque la salud, en especial con los adultos mayores, depende solamente del dinero. “Nuestra curación es un bendición, como el agua”… vuelven las lágrimas a sus ojos, viaja nuevamente a su infancia. “Teníamos un pozo para sacar el agua y después, más abajo, un chorrillo a lavar la ropa… una vertiente, agua fresca, que ahora ya no existe. Mi madre antes de lavar, lloraba junto al agua —la señora Olga también empieza a llorar, ligeramente, recordando el gesto de su madre— yo le preguntaba “Mamita, por qué llora, y ella respondía ‘estoy hablando con el agua, pidiendo perdón por ensuciarla con nuestra ropa’. Ahí entendí lo que significaba tener una conexión con la naturaleza, no pasar por encima de ella, porque el agua es vida”.
Esta conversación con la naturaleza, como habíamos pensado en textos anteriores, es un diálogo con ella, con el agua y la memoria, es pensar sobre todo aquello que nos rodea; es el “hablar con los árboles” que nos enseñaba la señora Puen; es escuchar los sonidos con que la naturaleza responde; entender porque en esta zona se siente, al caminar, un dolor intraspasable. Por eso la escritura es aquí “sobre las rodillas”, la escritura es el vínculo con la tierra a través de las palabras.
“Siempre viví en soledad”, retoma la señora Olga, “no había con quién jugar —despierta nuevamente una herida en el rostro— “por eso aprendí a escribir”. Por palabras que recordamos en la mesa de poesía, preguntamos por qué su madre se enojaba cuando ella escribía. “Porque no entendía… pero cuando empecé a cantar, los dos se empezaron a dar cuenta que era un arte”. Luego reflexiona que este castigo también se repitió con el primer marido, “un hombre muy machista y misógeno” que tampoco entendía la razón de su escritura, la retaba enfrentándose a ella, la interpelaba “¿no estabas tan cansada de tu trabajo ¿por qué escribes? ¿Y las cosas de la casa?”. La señora Olga trabajaba de cocinera en un colegio; hacía tres meriendas diarias para 600 niños que corrían del campo para no perder su comida (que ella guardaba para los que no alcanzaban a llegar) “imagínese los fondos que había que levantar, hijo, y luego limpiar esa cocina”. Y a pesar del cansancio, de enfrentar a su marido, siguió escribiendo. Ya con su segundo marido eso cambió, ambos cuidan sus actividades… “Lo amo, porque el amor nace del respeto y del cuidado. De los gestos que lo demuestran. No sé porque nos cuesta tanto tiempo entender el amor”. “En los tiempos que no pude, el amor por escribir nunca salió de mi mente y en él guardaba los poemas”… “la poesía viene del amor, porque la poesía viene del sacrificio”, enfatiza levantando melancólicamente su voz.
El sacrifico en la escritura es para ella un enfrentamiento, con la soledad, la tristeza, el hambre. Es ser genuina con los acontecimientos y llevarlos así a versos que buscan encontrar su rima (así escribe la señora Olga). “Yo nunca he estudiado. Cómo se escribe una rima. Cómo se escribe la poesía. Un señor en Lebu me preguntó si yo había estudiado literatura, le dije que no, ‘¿y cómo escribe entonces?’; ‘escribo porque a mí me gusta, me nace, ¿para escribir tengo que estudiar?.. Sí, me responde, porque para escribir tiene que ser una experta… ‘No, caballero, yo escribo porque así lo siento, porque a mí me gusta’”. Con los ojos, nos acogemos a su respuesta; en ella también había un enfrentamiento donde, de alguna manera, un otro establecía “cómo ser alguien o no ser nada… cómo ser poeta”. Para este hombre, su gesto es tachar la experiencia del otro por un privilegio. Al estar frente a los cuadernos de la señora Olga y leer la precisión con que ella busca sus rimas, consonantes y asonantes, es sentarse frente a una persona que desde niña ha desarrollado un oficio; la escritura. No es posible, a nuestro pensar, su negación… la poesía nace, en la experiencia, entre las manos y la lengua… el sacrificio; “creación por medio de la pérdida” diría Georges Bataille al unísono de la señora Olga. “Tantos poetas que han nacido pobres, que comieron en el suelo, platos de barro, tomaron el agua del campo en vasijas, que abrían la tierra con azadón para que la semilla germine… las semillas germinan como las personas… ¿por qué entonces estudiar para escribir?”.
El relato… no sabemos si “conmueve” es la palabra, pero cala, profundamente, al convocar en su memoria, en esta escucha, aquel difícil arraigo de las personas con su tierra, con su pasado, con aquello que quizás la señora Olga no cuenta cuando su rostro languidece; y creemos que son muchos los conceptos que en ella aparecen que nos dan cuenta de su estado de reflexión en torno a la poesía. ¿Por qué la retaban entonces?, pensamos, ¿por hablar en voz alta aquello que se debería hablar en silencio? Y por qué ese reto desaparece: “porque mis padres entendieron que la poesía era como cuando ella, mi madre, tocaba la guitarra y mi padre le tañaba la guitarra con los dedos”… “mi mamá aprendió sola a tocar guitarra, tocaba solo en la casa, salvo cuando cantaba las décimas para los angelitos”; y empieza a declamar un canto popular de comunidades campesinas:
Qué glorioso el angelito
que se va para los cielos
rogando por paire y maire
y también por su abuelo.
Qué glorioso el angelito
que pa’ los cielos se fue
con una rosa en la mano
y un clavel en ca’a pie.
Tronco de to’a su mata,
ya se va su hijo querí’o.
Ya se va su hijo querí’o,
nací’o ’e su entrañas.
Hermanitos, pi’o a Dios,
consuelen a nuestra maire.
Les pi’o la bendición
que ya quiero retira’me.
“Antes del cementerio, ella iba llorando con su guitarra; era algo especial, quizás eso saqué yo”. Claro que sí, respondemos, es un cuerpo que se entreteje punto por punto, y sigue hasta el día de hoy.
La reunión termina con un plato de queso y tazas de café. Nos cuenta que está preparando su primer libro con Patricio Figueroa, el editor de Lebu, de quien probablemente leeremos más adelante. “Tengo que elegir cien poemas de los seiscientos que tengo entre mis cuadernos”. Terminamos la conversación, damos las gracias, y nos comprometemos en el futuro venir al lanzamiento de su libro. Antes de partir la señora Olga extiende su mano. En ella hay dinero para el pasaje de regreso. No lo queremos aceptar “no sé preocupe, no es necesario”… “Sí, es necesario” dijo “y lo tienen que aceptar”. Lo recibimos, no es un simple gesto, es una forma genuina de agradecimiento por la intimidad que permitió se creara entre nosotros.